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Sara

Hoy me pasó una de esas cosas que demuestran que algún tipo de Dios debe existir, o al menos algún tipo de ser superior que rige nuestras vidas a su antojo, y es que según las leyes tradicionales de la estadística sería imposible.

Tras hacer las típicas compras de domingo de un emancipado primerizo, volvía a casa esquivando el frío que hace estos días en Madrid. Al cruzar la calle, alguien que la cruzaba en otro sentido se me queda mirando mientras yo, con el autismo que me caracteriza, sigo andando pensando en el helado de sorbete de limón que llevo en una de las bolsas.

¿Teo?, escucho. Al volverme y fijar la poca luz disponible para identificar a quien me llamaba, casi podía escuchar el ruido que hacía mi cerebro al pasar una tras otra las carpetas del archivo mental. Una eternidad después, la persona que soltaba mi nombre entre dubitativa y sorpresa, se convertía en Sara. ¿Sara?

La avalancha de imágenes inevitable: Waterford Institute of Technology, Mary O’Brien, Juanmi, Waterford Crystal, Mila, With or without you, Marina, Roquetas, Bitter Sweet Symphony, el Video Club, Yurena, Josemi, Waterford Castle, Joseph O’Bryan, Bea, Dani, las clases, la cantina, los muffins, el sandwich del lunch, los desayunos de los domingos, los coches que conducen por la izquierda. E Isidro, y Marina, y Sara. Y Sara, y Marina, e Isidro.

A Sara no la veía practicamente desde que en 2001 fuimos juntos a Irlanda con una beca, después poco más. Dos o tres llamadas, pero la velocidad a la que va el día a día fue dejando los recuerdos de aquel mes de julio en un pequeño rincón, agazapados aunque no olvidados.

Y ha sido cuestión de unos minutos en saber que en el fondo ninguno había cambiado (¿o sí?). Intercambio de teléfonos y quedar con los otros del grupo que viven en Madrid para el viernes. Hasta luego.